sábado


Con el cielo teñido en azules, rojos y naranjas, con nubes esponjosas paseando sin rumbo, emprendí mi marcha aquella tarde en busca del mar.
Ese día hacia frío; un frío que discreta y silenciosamente, se iba acolando en tu ser sin que tú apenas lo notases… hasta que ya se había adueñado de la más pequeña célula. 

Demasiados pensamientos colapsados en mi cabeza para prestarle atención a alguno en particular, y mis piernas se movían ya con un rumbo fijo que mi cabeza todavía no sabía, aunque algo intuía.
Entre calles vacías de personas y expectativas, terminé llegando a mi pequeño rinconcito: ese sitio alejado del mundo que estaba en la ciudad de cara al mar.
Aquel atardecer el mar se encontraba en paz consigo mismo, relajado y silencioso.
Muy diferente a como yo me encontraba. Silenciosa por fuera, y enturbiada, angustiada y demasiado inquieta para mi pequeño ser.
 Las nubes se tiñeron de un naranja rojizo cálido, y un sol dorado decidió mostrarme una danza secreta de reflejos inquietos y temblorosos en el mar. De pronto el mar era oro. Mi vista decidió ignorar todo lo demás, todo lo frío de la ciudad… y perderse en aquel ocaso como los que hacía tiempo no veía.

De pronto, mientras seguía absorta en aquella danza silenciosa, mi cabeza se detuvo en un pensamiento. En un anhelo, una necesidad, una preocupación que nos persigue constantemente a todos. Ese vacío, esa sensación de estar incompleto que nos acompaña siempre. Ya no miraba el mar, ya no contemplaba aquel baile, ya volvía a perderme en la inmensidad del cielo teñido de mil colores.

Todos nos sentimos solos.
Todos nos sentimos incompletos.
Todos buscamos a ese alguien.
Todos buscamos en un mundo lleno de gente, demasiado distanciados por esas barreras que nosotros mismos hemos creado con esa ilusión de unión.

No me di cuenta cuando el frío ocupó por completo mi cuerpo, y me sorprendí temblando recostada contra la pared. Cuando retomé mi camino de regreso, apenas seguía sin haber nadie por las calles.
No me di cuenta cuando la noche se apoderó del cielo.

De regreso, volví a encontrarme con aquel hombre que tantos días había coincido con él en aquellos paseos. Él siempre iba solo y con muletas, le habían amputado una pierna hasta la rodilla. Mi abuela me contó que él antes solía pasear con su padre, pero murió. Ahora él paseaba solo y no parecía tener prisa por llegar a ningún lugar.
Y cada vez que yo huía del mundo, en mi regreso siempre me lo encontraba.
Aquel día, como tantos otros días, me lo encontré. Él me miró como siempre -tal vez preguntándose cual era la historia de aquel paseo-, yo le miré y me atreví a sonreírle. Me pareció ver un pequeño brillo en su mirada, y sus labios se curvaron en una sonrisa imperceptible. Pronunció un “hola” y siguió su paseo. No sé si él escucho mi respuesta.
Pero después de aquello me sentí un poco más feliz y menos intranquila. Sigo sin saber la historia de sus paseos y de su vida. Tal vez, la próxima vez que me lo encuentre sea capaz de decir algo más que un "hola" endulzado de una sonrisa.












Lo que para muchos es un hecho bastante irrelevante, para mí se convirtió en un bonito recuerdo de un día normal perdido en la rutina.

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